Viajar no es pasar por al lado de los monumentos típicos de una ciudad, hacer cuatro fotos, y seguir con la marcha.
Viajar es dejarse los prejuicios en casa, y salir de ella con la mirada limpia y las hojas del cuaderno en blanco. Es mezclarse con las personas de allí y adentrarse en su forma de vida. Y antes de hablar, escuchar. Y antes de opinar, intentar comprender.
Porque hay que ver lo fácil que a veces nos resulta soltar espumarajos por la boca, normalmente sin saber ni en qué dirección sopla el viento, y lo que nos cuesta abrir la mente y dejar que entren ideas nuevas. No estamos acostumbrados a autocuestionarnos, ni a ver más allá de nuestro propio punto de vista, ni a aceptar por válido cualquier argumento que no se ajuste a nuestros moldes mentales.
Es más, muchas veces ni nos planteamos que los demás también pueden llegar a tener su punto de razón. Mejor nos iría si, por cada palabra que decimos, fueran más de dos las que escucháramos.