Cogí el camino que tenía delante decidida a llegar lo más lejos que pudiera. No sabía dónde iba, solo que quería huir. Empecé caminando rápido, firme. En el horizonte no había más que nubes, pero llevaba mis gafas de sol puestas. Allí no había nadie, pero no quería que ni siquiera el cielo, los árboles, los pájaros, pudieran ver mis lágrimas.
Llevaba tras de mí unos cuantos pasos cuando comencé a oír puntadas sobre la hierba. Puntadas rítmicas, casi imperceptibles pero constantes, que sonaban como si en lo más hondo tuvieran un agujero que las esperase para entrar. Miré mi gabardina y vi cómo se esparcían sobre ella las gotas de agua. Miré hacia arriba y vi una nube plomiza sobre mi cabeza. Sabía que tanto si avanzaba como si retrocedía, me iba a mojar. Así que decidí seguir. «Si me mojo, ya me secaré», pensé.
Un viento frío soplaba con fuerza golpeándome el oído izquierdo. La lluvia era tan fuerte que me empapó las gafas de sol. El agua en los ojos había cambiado de formato. Mis pies comenzaron a caminar lento. La tierra se estaba convirtiendo en barro y yo estaba ahí, atrapada en él. En mitad de un camino, sin techo ni suelo firme. No tenía dónde guardarme. No tenía por dónde pisar seco. No dejé de caminar, pero los pies se hundían cada vez más y yo me tambaleaba. Cada vez me sentía más inestable. Mis zapatillas blancas y el bajo de mis pantalones negros, ahora solo eran lodo marrón. Pero tenía que seguir. No había otra opción.
Bajo la nube negra avancé otro rato, intentando limpiarme los pies entre los cardos, pero el barro se adhería cada vez más a mí. De repente di una patada y varios trozos de barro, como chocolatinas, se desprendieron de la zapatilla, subiendo al aire y bajando de nuevo. Comencé a patalear. Para un lado del camino, para el otro. Sacudirme el barro, aunque se volviera a pegar a mí a cada paso, era lo único que me permitía avanzar. Y de repente, salí de la nube. Dejó de llover.
La tierra seguía mojada, mis pies llenos de barro, pero no me importaba. La lluvia había acabado, al menos de momento. Yo seguía y seguía dando patadas al aire. Soltando el barro que al momento volvía a acumularse en la suela… Y volviéndolo a soltar. Era capaz de soltarlo. Me sorprendí a mí misma, era capaz de hacerlo. Así que seguí. Seguí a pesar de hundirme en la tierra. Seguí a pesar de estar calada. Seguí a pesar de haber manchado mi ropa nueva. Seguí porque sabía que podía.
Seguí porque sabía que la lluvia no es para siempre. Y que el barro no puede lastrarnos de por vida. Seguí y seguí, por ese camino, llegando más lejos de lo que había llegado nunca. Y volví a casa. Y en el camino, de nuevo, cuando creía que todo estaba tranquilo… Volvieron a aparecer nubes. Volvió a llover, volví a mojarme, volví a llenarme los pies de barro. Volví a sacudirme, volví a esperar a que escampara. Y volvió a salir el sol.