Todos podemos volar, pero a veces se nos olvida cómo

LETRAS, Otoño

De viajar me gustan muchas cosas, pero lo que más es la relativización del tiempo. Me encanta que las horas se estiren como un chicle, que los días den tanto de sí que en mi cabeza parezcan semanas, aunque se pasen de rápido como si fueran segundos.

En esa dimensión paralela, ajena al mundo que sigue girando, se relativizan también las preocupaciones. Una se siente tan hormiguita entre tanta inmensidad, que esos mal llamados «problemas» resultan absurdos al ser vistos con distancia de por medio.

Cuando aterrizas, literal y metafóricamente, te das cuenta de lo innecesario que es darle tantas vueltas a un asunto, pudiendo dárselas al mundo. Que los cambios dan vértigo, pero que resistirse a ellos es tan inútil como nadar en contra de la corriente. Que está bien hacerte tus cábalas e ir tomando pequeñas decisiones.

Pero que, como cantaba John Lennon, «life is what happens to you while you’re busy making other plans». Todo lo demás son dibujos en una servilleta, pajas mentales.

Monstruos

LETRAS, Otoño

La vida comienza cuando una empieza a ser consciente de su valor como persona. No como periodista, no como alumna, no como hija, amiga o amante. Sólo como persona, sin adjetivos. Con sus luces y sus sombras, sus días buenos y regulares, sus aficiones, sus gustos, sus manías, sus virtudes, sus meteduras de pata, sus más, sus menos.

La vida comienza cuando un día te miras al espejo y no ves defectos, sólo características. Asumes que ser bajita y regordeta no es más importante que tener el pelo castaño o los ojos marrones. Sólo son rasgos, detalles que forman parte de lo que tú eres como conjunto. Nada más, y nada menos. Aprendes que no eres ni serás nunca perfecta, y dejas de exigírtelo a ti misma cada día.

Entonces te aceptas tal y como eres, entendiendo que no eres inferior, ni tampoco superior, a ninguna otra persona en el mundo. Sólo distinta y particular, como todos y cada uno de los seres humanos. No te juzgas, no te comparas. Solo te observas y te admites, te abrazas y te reconcilias con la parte de ti con la que llevas tanto tiempo peleándote.

Comienza, la vida, cuando comprendes que no hay nada más imposible que intentar agradar a todo el mundo. Cuando no buscas la aprobación social, porque sabes que lo importante es lo que tú misma pienses de ti. Y en lugar de esperar que alguien te suba al pedestal, pegas un brinco y te plantas ahí solita, si es que de verdad sientes que es donde mereces estar. No necesitas que nadie te aplauda para saber que existes, no necesitas pedirle al exterior que te defina.

Te olvidas de los qué dirán. Destierras el miedo al rechazo y empiezas a ser tú, auténtica, sintiéndote a gusto con lo que crees que tienes que ser. Tu conciencia y tus principios son tus únicos jueces.

Y te das cuenta de que la única opinión que debes tomarte en serio es la de quien te quiere, en el sentido más sincero y más puro de la palabra; de quien hace que te brillen los ojos, de quien se alegra por tus triunfos y se apaga un poco por dentro si te ocurre alguna desgracia. Y no al revés. Porque, si así fuera, estás tardando en sacarlos de tu vida. Que madurar también es eso: filtrar personas y ordenar prioridades. Tan desgarrador como liberador.

Y es que saber lo que una vale tiene mucho que ver con el autorrespeto, y con buscar y rodearse de todo aquello que te haga sentir merecedora. De quienes te sumen, te hagan crecer y avanzar. De quienes no te menosprecien, ni te hagan sentir mal por querer ser quien eres, obligándote a renunciar a tu esencia para encajar dentro de un puzzle al que en realidad ni siquiera querrías pertenecer.

Pero para eso tienes que quererte, porque si no, nunca vas a sentir que eres suficiente para algo o para alguien. Te vas a conformar con cualquier cosa, y posiblemente acabes aceptando menos de lo que merezcas.

Entonces, y solo entonces, comenzarás a disfrutar de la vida y a querer exprimirla al máximo, porque descubrirás que ya has perdido demasiado tiempo lamentándote por lo que no eras o no tenías, en lugar de aprovechar lo que sí.

“Desear ser otra persona es malgastar la persona que eres”

Manifiesto a la (r)evolución

LETRAS, Otoño

Si hablamos de lastres, me niego a cargar a mis espaldas cualquier cosa que no me dé vida. Paradójicamente, me pesan demasiado los objetos vacíos, y el camino es largo como para llevarlos siempre a cuestas. Por eso he hecho un inventario de todo aquello que me sobra. Por innecesario, por menguante, por contraproducente. Porque vaciar la taza es un requisito indispensable para poder volver a llenarla.

En primer lugar, no quiero nada que no me aporte crecimiento. No estoy dispuesta a permanecer invariable; ni en un lugar, ni en una opinión, ni tampoco en un estado de ánimo. Ser nómada es aprender, porque sin movimiento no hay cambio. No quiero caer en una gris rutina donde no haya nada que no me sorprenda, donde el entusiasmo y la ilusión se sientan fuera de lugar y no encuentren ya nunca jamás su sitio. 

No quiero que la búsqueda de pasiones se convierta en una tarea, porque arriesgarse a vivir aventuras no debe ser ninguna obligación. Aunque el miedo a veces me frene, sé que el vértigo solo aparece cuando hay altura, y sin altura una no puede volar.

Tampoco quiero huecos en vano, ni tiempos muertos, porque no me sobran. No quiero apariencias ni parafernalias; hay fachadas que son muy bonitas, pero solo para un rato. No quiero llenar de arena el bote, porque luego no me caben las pelotas de tenis. No quiero mirar a una persona y pensar que ya no tengo nada nuevo que aprender de ella. Y lo mismo con los lugares, con las situaciones, con las circunstancias. Me niego a pensar que haya algo que pueda aburrirme, y que ya sé todo lo que tenía que saber acerca de ello.

No quiero pudor que me frene a decir lo que siento. No quiero vetos a exteriorizar las emociones, ni multas por ser “más expresiva de la cuenta”. No, calladita no estoy más guapa, porque si no hago preguntas nunca obtendré respuestas. Y ojalá estas sean tan dispares y contrarias entre sí como para darle la vuelta mil veces a todo lo que pienso, porque si no fuera así, nunca podría cambiar de idea. Y eso va absolutamente en contra del principio anti-inmovilista.

Y sí, sé que lo más fácil y lo más cómodo sería ser conformista y pasiva, indiferente a todo aquello que me rodea, neutral con respecto a eso que sé que me está quemando por dentro. ¿Podría hacerlo? Tal vez. Hay quien agota su existencia así, y no le va tan mal. Pero si lo hiciera, me limitaría a estar por estar, a simplemente respirar, o quizás a convertirme en algo inerte. Y es muy probable que un día, al mirarme al espejo y no reconocerme, llegara a sentir incluso pereza de la vida, y terminase la jornada sin notar la diferencia entre levantarme y haberme quedado en la cama. 

Y es que no concibo otra forma de vivir que la de vivir sintiendo, y la de ser honesto con uno mismo y con eso que siente. Porque si no sientes, si no te emocionas, si no experimentas, si no aprendes, si no evolucionas… Entonces, ¿qué es lo que haces aquí? Entonces, ¿qué es lo que eres? Malo será el día en que no tengas dudas, o el día en que no te duela algo. Porque, probablemente, ese día significará que has dejado de estar vivo.