Saber decir “no” a tiempo cura muchos males. “No”, una palabra a veces tan sencilla como difícil de pronunciar.
Decir “no” a cosas, personas, situaciones, circunstancias, planes… Todo lo que vaya contra tu voluntad y tus principios. Y no necesariamente sentirse mal por ello. Porque, si no eres dueño de tus decisiones, entonces ¿de qué vas a serlo?
Decir “no” a lo que no necesitas, y desprenderte de ese “guardar por guardar”, de esa especie de síndrome de Diógenes que te hace acumular todo, que te impulsa a tratar de conservarlo todo. Buscar solo lo más vital, parafraseando a El libro de la selva.
Decir “no” a lo que no te llena, a lo que no encaja contigo, para así poder dejar paso (y hueco) a posibles oportunidades, tal vez mejores. Pero también decir “no” a las grandes ambiciones, a querer poseerlo todo, a aspirar a creerse más que nadie. Que la avaricia rompe el saco, que es mejor pecar de prudente, que con la humildad se llega mucho más lejos.
Decir “no” a que te manipulen, a que te zarandeen, a que ignoren, a que te traten como no te mereces. Llevar por bandera tu propia autoestima y el egoísmo razonable, y por lema el “hasta aquí hemos llegado”. Y saber decir adiós, eso también es necesario.
Y también decir “sí” de vez en cuando, “por qué no”. Que de cobardes no se ha escrito nunca.