Hay una canción de La Bien Querida que empieza diciendo: «todo el mundo tiene restos de sueños y regiones de la vida devastadas». No se escribió en tiempos de pandemia, pero me parece una frase extrapolable a este último año.
Un año de perder seres queridos sin poder darles la despedida que merecen. Un año de impotencia para quienes todavía, a pesar de los avances, no son capaces de salvar vidas. Un año de colas del hambre, de cerrar negocios y no llegar a fin de mes, de estar más cerca de la ruina que de la recuperación. Un año de no viajar, de no poder tocar, abrazar ni besar tanto como nos gustaría. Un año de preocupación y angustia, de irse a la cama con los dedos cruzados por alguien que está pendiendo de un hilo. Un año de perderse momentos con la familia y los amigos, de sustituirlos por pantallas, de echar de menos por encima de nuestras posibilidades. Un año sin fiestas de pueblo, sin Navidad (dos sin Semana Santa), sin festivales. Sin alegría.
Un año de continua actividad en piloto automático para no reparar más de la cuenta en la realidad que se tiene delante. «Viviendo rápido para no pensar», para no asumir que hay cimientos que se te están empezando a resquebrajar. Porque en cuanto paras, ese pensamiento aprovecha para acecharte. Parece que todo está más o menos bien hasta que, de repente, te toca a la puerta. «Un momento. ¿Qué ha pasado? ¿Pero todo esto es real? ¿Dónde está mi vida tal y como la conocía?»
Que levante la mano a quién no le haya salpicado algo de todo esto. Que la levante y que sea consciente de la suerte que tiene.
La factura psicológica de este año va a ser más alta que la de la luz cuando vino Filomena. Pero aguantaremos, porque no queda otra. Y porque las malas rachas no duran para siempre.